Los carismas eclesiales al servicio de la caridad
El amor de Dios se manifiesta de
diversas maneras, pues su actuar se ve reflejado a lo largo de la historia en
las muestras de servicio de aquellos que le siguen. Es pues esperanzador ver
que durante tanto tiempo la Iglesia ha recibido con gran ahínco el mandato del
amor, y pese a las fragilidades humanas ha sido bastantes las pruebas del amor
de un Dios vivo en las manos que se tienden a los más necesitados.
Existen diversos carismas que
brindan a la Iglesia fortaleza ante algunas realidades en algunas carencias en
las que se ve expuesta. Pero a su vez la
Iglesia es consciente que, a través de la caridad, concretiza su misión, ya que
los rostros sufrientes, o los rostros que reclaman que alguien les tienda la
mano, son rostros que reflejan el rostro de Dios.
Además, el mismo Espíritu Santo no
sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los
misterio
s y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias
especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno
según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para
ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la
mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le
otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos
carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben
ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las
necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse
temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del
trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio
razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales
compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que
es bueno (cf. 1 Ts 5,12 y 19-21).[1]
Sólo el servicio al prójimo abre
mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos
—pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad
de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el
Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y
profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al
prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor
que viene de Dios, que nos ha amado primero. (Deus caritas est, n.18).
¡El perfeccionamiento y la plenitud
del hombre, está en el darse a los demás!
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